Analógico

Ayer fuimos nos echamos a la calle la familia al completo. Lo cierto es que había más gente de la habitual en las calles, supongo que por el hartazgo de tantos meses de semi-confitamientoo clausura voluntaria, cual monjas de esas que hacen dulces. Salimos porque quería comprar, y lo compré, un libro, “el hijo del chófer”, de Oriol Amat. Lo he comenzado a leer hoy y vaticino que antes de ir a misa este domingo lo tengo finiquitado.

Pues bien, fuimos a una librería muy grande que hay en el Raval de Barcelona, que es una auténtica delicia para los sentidos. Está todo muy sabiamente dispuesto, a la entrada auténticas chucherías para niños. Libros bellísimos, con portadas e ilustraciones de colores muy vivos. Juguetitos tipo recortables, puzzles, etc. Bolígrafos, tarjetas y un sinfín de objetos, y eso es lo importante, objetos. Luego lógicamente una se adentra en la boca del lobo, pisando esa tarima de madera que cruje a cada paso, que da la sensación de estar en la bodega de un barco, esperando al abordaje.

No es menos importante que dado la dimensión del comercio es casi imposible irse de vacío. Las más de las veces porque tienen en stock aquello que andas buscando, como era mi caso, o por la multitud de volúmenes que reclaman tu atención, cual sibilinas sirenas susurrándote al oído que debes tomarlas, abrirlas, acariciarlas, que no importa que te desvíes un momento de tu trayecto, que no vas a escollar.

Comprados unos cuantos libros y salidos a la calle, nos paramos en la antigua casa maternidad. Con su preceptivo plafón que explica lo que fue aquél edificio, hoy una oficina de atención municipal, a una se le va la vista a ese enigmático orificio circular, de poco más de medio metro de diámetro. Escuché la explicación de un transeúnte según la cual, eso ya lo sabía, las progenitoras dejaban en ese orificio a las hijas que por el motivo que fuera, pobreza las más de las veces, no iban a poder mantener. Lo que no sabía, y doy por cierto pero puedo estar equivocada, era que funcionaba como ese tipo de dispositivos de las farmacias de guardia, que tienen un eje y giran en horizontal. De forma que se manipulaba para dejar la cavidad donde depositaban al bebé, lo giraban 180 grados para que quedara en el interior del edificio, y tocaban una campana para que el personal del edificio, supongo que religioso, acudiera a por el bebé. Espeluznante. Eso si, en esta historia los hombres no aparecen, eso no ha cambiado demasiado.

Bueno, pues la siguiente para fue solo unos metros más adelante, en un comercio donde traficaban con lana. Entramos y mi santa esposa se pertrechó de unos cuantos ovillos de lana y de un par de buenas agujas, con las que yo confeccioné mis oportunos chascarrillos para solaz de mi hija. Qué fácil es hacer reír a una niña, y me temo que qué pronto va a cambiar eso, pero ahora a disfrutar de público tan agradecido.

Una de las dependientas que nos atendió nos explicó que ahora había mucha gente joven que se estaba iniciando en el mundo del tejido, la calceta, hacer punto o como quiera que se denomine la práctica manual de tejer a mano. Y coincide con lo que nosotras estábamos experimentando, el hartazgo de tanta pantalla, tanta videoconferencia y tanto dígito en lugar de lo físico, lo que se puede tocar, oler y palpar.

Una duda que me asaltó, y que compartí con mi pareja de mus, y que piensa igual que yo o yo igual que ella, es que en cierto modo nuestra generación ha vivido la transición de lo analógico a lo digital, y que en cierto modo ha podido disfrutar de lo bueno que tiene cada asunto. ¿Sucederá lo mismo con generaciones de las denominadas “nativas digitales”? Sirva como anécdota la siguiente. En una feria hace unos años me encontré a una persona que me hizo mucha ilusión ver, con la que había jugado a baloncesto hace años (de nuevo deporte, sudor, agujetas, físico). Como ya tenemos una edad (me encanta esa frase por lo absurda) iba acompañado de su hijo. En el tenderete de enfrente de donde nos encontramos había una máquina de escribir. El hijo le espetó al padre.

-Papa, què és aixó?

En cambio yo no solo se lo que es una máquina de escribir, lo que no me hace mejor ni peor persona que ese chaval, sino que con su edad me fascinaba. Iba guardada en una maleta de un color crema, se habría y se usaba. Se podía bloquear si pulsabas más de una tecla a la vez, y tenías que, físicamente, devolver las palancas a su sitio, no había botón de apagado para hacer un reset. Otro clásico era la cinta con la tinta. Si martilleabas en exceso al final la tinta se gastaba y el papel se quedaba en blanco. Había que darle alguna vuelta al rollo, de nuevo manualmente, para que si es que el próximo tramo de la cinta era todavía virgen o casi, pudiera tener la suficiente tinta para poder imprimir sobre el papel luego de cada castañazo de la palanca-letra. Han pasado muchos años y todavía recuerdo perfectamente el sonido que hacía el carrete de la tinta al girarse.

Toda la tarde transcurrió bajo el paradigma de lo que podríamos denominar “salir de compras”, a saber. Dar un paseo con el objetivo de ir a una tienda a comprar. Con una idea más o menos clara de lo que se va a comprar, pero con los ojos bien abiertos porque igual por el camino añadimos al zurrón otros elementos. Y en eso juega un papel fundamental el escaparate. Creo que el hecho de que entráramos en la lanería, si es que se puede emplear ese término, fue porque pasamos por delante y la vimos, tan sencillo como eso. Además el hecho de ser de noche hace que los letreros y escaparates sean más visibles.

Y ahora la moraleja, se temen ustedes aguerridas lectoras. De hecho toda esta pieza rezuma moraleja, nostalgia y aquello tan odioso cuando eres joven de cualquier tiempo pasado fue mejor. No lo voy a negar, que lo juzgue quien lo lea, solo dejo constancia, escribiendo en un portátil y no con máquina de escribir, lo que estoy experimentando. Y es el hartazgo de lo digital. Eso no quiere decir que no lo use, e incluso me gano la vida con ello, pero cada vez me atrae más lo analógico, lo físico, y estoy seguro de que no soy la única.

Algo que ya antes del desembarco masivo de lo digital me apasionaba era entrar en una de las habitaciones donde se guardaba en casa de mis padres de todo. Había pósters de Dire Straits, de Los Pecos. Había apuntes, libros de texto de hacía muchos años, cajones, muchos cajones, esa era la obsesión de mi padre, un manitas, y un intenso olor a humedad, amén de bastante frío dependiendo de la época del año. Me pasaba allí mi buen rato, tocando, oliendo, viendo, leyendo. De todo aquello, supongo que por una cuestión vital de espacio, ha quedado muy poco, pero aún hoy cuando visito a mi madre sigo deleitándome viendo lo que aún queda, ahora en otra habitación.

Donde veo de forma más clara esta dicotomía es con los libros. Siempre fui un apasionado del libro electrónico, incluso creo que por primera y única vez en mi vida un “early adopter” que se dice ahora. Me pareció que iba a ser la auténtica revolución, que el libro en unos años iba a desaparecer. No tengo las cifras, pero eso no ha sucedido. Sin duda ha llegado para quedarse, y tiene su uso masivo y su cuota de mercado, pero ¡hay amiga!, el libro es el libro. Y es que es uno de esos artefactos que probablemente duren siglos y siglos, como la cuchara o la rueda. Yo últimamente cuando tengo un libro físico, excepto un par de casos que duermen en mi mesita de noche, los devoro. De hecho el excelente “lectura fácil”, de Cristina Morales, comencé a leerlo en formato electrónico y acabé comprándolo en formato libro y devorándolo en pocos días.

Me temo que lo que experimentamos con gran placer ayer la familia al completo es un reducto del pasado, y que la muchachada, cuando llegue a nuestra edad, estará cada una en su casa, soltera, comprando por internete y hablando con sus amigas con solución de realidad virtual que permitirá tocar, oler, escuchar y hablar. No tengo claro qué futuro le espera a corto plazo en las ciudades al comercio tradicional, de pequeñas tiendas, donde es el comprado el que se desplaza.

Lo que tengo claro es que para la mayor parte de las compras que realizamos el supuesto ahorro para el consumidor es mínimo, y francamente no creo que nos venga de 10 o 15 euros. Y el daño bestial y la devastación que provoca no se ve pero se deja sentir, como un gas que te envenena y embriaga a partes iguales.

Yo de momento me quedo disfrutando de lo analógico, de hecho ahora termino estoy me pongo a leer el libro. Prometo una reseña cuando lo termine.

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