El aburrimiento, algo tan fastidioso que el que más y el que menos ha experimentado alguna vez en su vida, pero que le pasa como el aceite de oliva o al colesterol, que le descubren propiedades positivas.
Recuerdo como si fuera ayer que de niño pasaba largas temporadas de mi vida aburriéndome. Tuve la suerte de tener un hermano mayor con el que solo me llevaba un año, por lo que éramos compañeros de juego todo el día. Pero aún así me aburría.
Recuerdo horas y horas, y no es una exageración, lanzando una pelota a una canasta, cuando la tuvimos, o sencillamente al borde superior de una tapia. Si la pelota tocaba la parte superior contaba como enceste, en caso contrario era fallo. ¿Por qué lo hacía? No lo se, me aburría y aquello me parecía divertido.
El mundo ha cambiado, y los que somos padres o madres lo sabemos. Ahora las niñas están, en mi modesta opinión de psicólogo infantil de medio pelo, sobreestimulados. Esta misma mañana mi hija quería jugar conmigo, como siempre que entra por la puerta. No le culpo, si ya es fastidioso ser la única niña en un piso, cosa que a mi no me sucedía, y que es mejor salir a la calle lo menos posible hasta que la vacuna haga su efecto, pues el drama está servido.
Le he sugerido, reconozco que con malos modos, que podía jugar ella sola, a lo que añadí, y no me siento orgulloso de ello, que estaba hasta los genitales de tener que jugar con ella todos los santos fines de semana a todas horas. Ella ha entendido el mensaje, y se ha puesto a jugar sola.
¿Qué sale de esos juegos en solitario de fines de semana? Pues por ejemplo lo que me he encontrado en el pasillo antes de sentarme a escribir esta pieza. Un patinete con una caja alargada, que parecía no se si un catafalco un ataúd, en cuyo interior había una muñeca. Qué representaba o por qué lo ha hecho solo está en la mente de una niña de siete años.
Y como muchas veces hacemos los padres enseguida buscamos vínculos, similitudes y diferencias, entre el comportamiento de nuestras vástagas y el nuestro con su edad. Este ejercicio es algo inevitable, pero yo particularmente lo realizo con precaución, porque para bien o para mal la vida ha cambiado, y la nuestra en particular, la mía y la de mi hija, pues es diferente. Por supuesto que no es radicalmente diferente, pero lo suficientemente como para abortar el plan, que por otro lado nunca ha estado en mi cabeza, de hacer un corta pega, como se dice ahora, y construir la vida que está en marcha sobre los raíles de la que ya lleva unos años en curso.
Ahora se dice eso de que a las niñas no hay que educarlas, sino que hay que acompañarlas. Pese a lo cursi de la aseveración yo particularmente la comparto. Cuando me pregunta mi hija sobre las elecciones que se celebrarán mañana intento hacer una descripción más o menos técnica del proceso, y no transmitirle lo que yo particularmente opino. Si me pregunta por qué no voto se lo explico, pero por la mama que no intento influir en su comportamiento y ganar una adepta a la causa. Cuando sea mayorcita que tome sus propias decisiones.
Bueno, que me voy un poco del tema, hablemos de aburrimiento. Me parece haber escuchado, porque yo no soy mucho de leer artefactos pensados para madres, que el aburrimiento estimula la creatividad. Yo solo puedo describir lo que veo, y es que en esas matinales sabatinas veo cosas que me encantan. Diálogos surrealistas entre muñecos, dibujos y manualidades, y el uso, cosa que a la madre no le hace mucha gracia, de objetos como juguetes.
Esto particularmente me recuerda a mi infancia, más austera en lo que se refiere a juguetes. Recuerdo que ante el fastidio de tener que poner las pinzas a una colada de servilletas de un bar de un familiar se me ocurrió que podía hacer banderas de países. Como tiempo era precisamente lo que me sobraba, pues me puse a elegir las pinzas de los colores de la bandera yanqui, creo recordar, y ahí me pasé mi buena media hora en hacer algo que en unos pocos minutos una adulta hubiera ventilado.
O también recuerdo esas pandilleras en potencia que éramos, donde el descampado era nuestro terreno preferido, y las cosas que hacíamos hasta que llegaba la hora de comer y volvíamos a casa, la mayoría de las veces sanas y salvas. ¿Había alguna adulta supervisando o haciéndose cargo de nosotras? No. ¿Podía haber acabado aquello en tragedia? No digo que no, el barrio era un cinco sobre diez, vamos a dejarlo ahí. ¿Era una irresponsabilidad de nuestras madres y padres dejarnos a nuestro libre albedrío? No lo se, pero me recuerda tanto a mi cuando veo a las manadas de 4 a 10 chavalas que pululan por el barrio donde me crié. Huelga decir que su ascendencia, más o menos lejana, es africana, pero como soy del parecer de que las personas se comportan con arreglo a su situación socio-cultural, y no a la de su raza o “cultura”, pues hacen las mismas cosas que nosotros hacíamos.
En cambio resulta curioso observar como en la calle no se ve una puñetera niña blanquita. Esas están a buen recaudo, haciendo clases de inglés o de macramé, pero con un horario más rígido que el de una fábrica del diecinueve. Yo reconozco que tengo el corazón partío, que diría aquél. A mi me fue bien. Creo que me ayudó a enfrentarme al mundo, y si, no hablé inglés hasta muchos años después, ni se tocar instrumento alguno, pero aquí estoy.
Voy a contar brevemente, por ilustrar lo que fueron aquellos años en una ciudad y un barrio del extraradio. En una de ellas tuve un enfrentamiento con una persona del barrio, un inmigrante del otro lado del Mediterráneo. Digo esto porque igual soy xenófobo, no lo se, pero sinceramente recuerdo que en aquella época esto me atemorizaba. No dejaba de ser un quinqui, por ponerle un calificativo más neutro, aunque quizá despectivo, con independencia de su origen. Lo que recuerdo es días y días sin salir de casa por miedo a encontrármelo y que me hiciera daño, algo que no era para nada descabellado. Enseñanza: protégete, ahí fuera hay peligros.
La segunda anécdota transcurre con mi amigo Francisco dando tumbos por la ciudad, ya no estoy seguro de si antes o después de la hora de comer, pero de día seguro. ¿Haciendo qué? Nada, yendo por ahí, sin un duro en el bolsillo y por supuesto sin una adulta que nos supervisara y/o estimulara. Pues bien, de pronto se nos acerca un grupo creo recordad de dos o tres personas, entre los que recuerdo había una chica y un chico. Todo sucedió muy rápido, e igual hago una montaña de un grano, pero así es como lo recuerdo. Estábamos en el Parc Central de Mataró, y el chico en un momento me coge el brazo. No le di tiempo a mi cerebro de procesar lo que me dijo, si es que me dijo algo, pero me zafé del brazo y eché a correr.
No tengo la menor idea de lo que quería, ni de qué hubiera pasado si me hubiera quedado allí. De hecho eché a correr y no recuerdo qué pasó con mi amigo Francisco, ni de que hubiéramos hablado de lo ocurrido días después. Tengo el vago recuerdo de que echó a correr como yo. Moraleja: si te sientes amenazada, corre. Son enseñanzas patilleras de un habitante del extraradio en los ochenta, pero no creo que sean descabelladas.
Intento no torturarme demasiado sobre el nivel de la enseñanza actual, y qué sera de nuestras hijas, qué mundo van a vivir. Lo que intento es darle las herramientas, a mi modesto entender, para que se defiendan solitas ante lo que tengan que enfrentar. Ojalá no sea nada malo, como los fantasmas o amenazas reales a las que me enfrenté en mi infancia, no se si como Don Quijote viendo gigantes donde solo había molinos, o como un niño llamado a ser un personaje de El pico.
El aburrimiento es parte de la vida, no todo es del color de rosa. Y la sobreestimulación pues tengo mis dudas de qué efecto va a tener en el libre albedrío de la persona adulta. Una palabra clásica es “actividad”. Vamos a hacer actividades con nuestras hijas. Vamos todos en tropel a visitar un museo o a hacer no se qué cosa. No digo que esté mal hacer cosas todas juntas, lo que si me preocupa es crear monigotes que solo se mueven si alguien tira de los hilos. Supongo que como todo existe un punto intermedio, y que nada es totalmente blanco o totalmente negro, pero eso de dirigir las 24 horas del día la vida de una persona pues me produce escalofríos.
El problema, y me da la sensación de haberlo escrito ya, es que es complicado hacer experimentos sobre una vida que no es la propia. No se puede hacer un ensayo, y si algo sale mal, hacer click en la barra horizontal y arrastrarla unos años atrás para volver a empezar. Socialmente está premiado hacer lo que hacen los demás, y penalizado salirte del redil. ¿Me la juego y saco a mi hija de todas las extraescolares y que se aburra sola en casa todas las tardes de su vida? ¿Es acaso una cobaya con la que experimentar? Son muchas preguntas y solo tenemos una vida, pero por lo menos dejo por escrito lo que pienso, otra cosa es lo que vaya a cohacer, el “co” está muy de moda, porque soy solo una de las personas implicadas en la crianza de mi hija.