Carlos ya estaba sentado en el café a la hora convenida. Era un día raro, hacía el frío que uno esperaba antes de esta mandanga del calentamiento global para un mes de febrero, pero la pandemia y las noches de kale borroka de aquellos días configuraban un domingo por la mañana especial.
-Hombre, cuanto bueno – dijo Carlos levantándose y señalando el asiento libre en su pequeña mesa circular de mármol.
Juan le estrecha la mano y con un resoplido por el frío comenzó la ceremonia que solía repetir cuando entraba en un lugar proveniente de la calle. El orden no era estrictamente siempre el mismo, pero si el lugar donde depositaba cada objeto. Las más de las veces llevaba las gafas en la mano o en un bolsillo. Lo segundo no le gustaba, pues de tan fina que era la montura, más de una vez el cristal se había salido y había tenido algún disgusto al no encontrar la lente díscola que había decidido independizarse de su yugo. Casi siempre iba escuchando un podcast o las menos de las veces la radio. Como siempre llegaba tarde a la tecnología seguía con los auriculares de cable. Pues venga a quitarse los auriculares, enrollarlos y meterlos en una cajita que a efecto de protegerlos, siempre llevaba consigo.
-Un momento, que voy a lavarme las manos -le dijo Juan a su amigo, todavía con la mascarilla puesta.
En el camino al lavabo seguía su ceremonia de despojo, pues llamar a eso streaptease resultaría muy osado. Se quitaba la mascarilla, lo cual había descubierto que era infinitamente más sencillo si primero se quitaba los auriculares. El orden de los factores es determinante, entendió, y te quitas primero lo último que te has puesto. A continuación, con el abrigo todavía puesto y articulando picaportes e interruptores con los codos se acercaba al dispensador de jabón, si lo había, y al grifo del lavamanos. Se recogía levemente las mangas del abrigo, y procedía a lavarse las manos. Si había aparato se secaba las manos, en caso contrario se las sacudía en el trayecto de regreso, en este caso a la mesa del café.
Por el camino se iba quitando la bufanda y el abrigo, en este caso el orden no era tan importante. Es curioso como determinadas operaciones las hacía sobre la marcha, no tenía todavía conciencia, pese a sus más de setenta años, de que podía tener un traspiés y hacerse daño envuelto en un abrigo y sin tener las dos extremidades superiores para parar el golpe.
-Bueno, ya está.
-¿Quieres un café o te apetece otra cosa? – le preguntó Carlos.
-Un café con leche y una tostada, por favor.
Su amigo repitió el pedido, pero el camarero, que ya les conocía y andaba cerca cobrando a una mesa cercana asintió con un rostro sonriente, dando a entender que había recibido el mensaje.
-Bueno, ¿qué frío no? – dijo Juan frotándose las manos.
-Si, no parece que el invierno se vaya todavía. Bueno, al menos los contenedores hacen que las noches sean más llevaderas le espetó su amigo, subiendo y bajando los hombros a causa de la risa.
La primera puya estaba ya tirada.
-Si, la verdad es que se están pasando -le contestó su amigo. Una cosa es una cosa y otra es otra.
Se estaban refiriendo a los altercados que estaban teniendo lugar estos días en algunas ciudades de España, fundamentalmente Barcelona, en protesta por la encarcelación de Pablo Hasél por unos tuits que había escrito, y que habían sido considerados por los jueces enaltecimiento del terrorismo. Las protestas habían derivado en altercados, que habían causado numerosos destrozos en tiendas y mobiliario urbano.
-Claro, y tu contento, esos son de los tuyos -le espetó Carlos.
-Bueno, no les conozco a todos, entre la capucha y la mascarilla, y que actúan de noche y ya veo poco…
El otro no andaba corto de socarronería.
En ese momento llegó el camarero y dejó sobre la mesa lo que había pedido Juan, que contestó con un “gracias” mirando a la cara de la camarera que le había servido.
-¿Has escuchado la SER ahora? -le preguntó Juan mientras vertía apenas una pequeña cantidad del sobre de sacarina en el café.
-¿Yo la SER? No gracias -volvían los espasmos en los hombros y la risa.
-Pues estaban hablando de un libro que narra la vida de Sergio Cabrera, el autor de La escalera del caracol.
-No lo conozco.
-Recuerdo que una de las pocas cosas que hice aparte de asistir a clase fue ir a ver esa película, que me encantó.
-¿Tu estudiaste en la autónoma, no?
-Si. Y es curioso que años más tarde volvía a visitar a un potencial cliente y estaba todo como antes, lo cual no es algo bueno cuando han transcurrido treinta años. Estaba todo como parcheado, lleno de andamios. Por un lado me dio mucha alegría volver a visitar los lugares por los que había discurrido mi juventud, pero por otro lado me dio algo de pena, me pareció que se caía todo a pedazos.
Juan detuvo su conversación para darle un par de sorbos al café, como a él le gustaba hirviendo. En ese momento Carlos sacó el periódico y lo ojeó, con mirada distraída. Es curioso como siendo tan diferentes habían conservado esa amistad durante tantos años. Eran una extraña pareja, pero se necesitaban el uno al otro, aunque fuera para chincharse mutuamente, pero en el fondo se respetaban y se querían.
-Y ¿sabes una cosa que me hizo pensar la entrevista?
-¿Qué? -le contestó Carlos, bajando el periódico y quitándose las gafas.
-Que el protagonista del libro, presente en la entrevista porque está vivo, habla de su juventud, de los jóvenes comunistas, de cómo sus ideales aún hoy cree que eran bellos, aún admitiendo la deriva que tuvieron en la práctica en América latina.
Se produjo algo poco habitual. Normalmente era Carlos quien tomaba la iniciativa y sacudía el primer golpe. Le espetaba cualquier barbaridad, más o menos conectada con la actualidad política del momento, esperando la reacción de su amigo adversario. Esta vez no fue así, se produjo algo inaudito, casi un monólogo de Juan ante la escucha, o como mínimo el silencio, de su interlocutor.
-Yo me he preguntado muchas veces cómo hubiera actuado si hubiera nacido en la España de los años veinte o treinta, o si nos vamos a algo más cercano en el tiempo, los años sesenta en América latina. ¿Hubiera sido comunista? ¿Hubiera abrazado la violencia? ¿O hubiera llevado la contraria y me hubiera instaurado en el no a todo?
-Hombre, tuviste la oportunidad en tu juventud con el 15M, ¿no? -dijo Carlos-. ¿Dónde te pilló, en Barcelona, no?
-No, estaba todavía en Málaga.
-Ah, en Málaga.
-Si, al poco nos mudamos a Barcelona, y allí continuó unos meses o años, ya no me acuerdo.
Ambos se tomaron un respiro para beber y comer su desayuno.
-Pero ves, yo siempre creí que esa no era la ola, que no era mi ola.
-¿A qué te refieres? -dijo Carlos.
-Pues que era un movimiento asambleario, que nació en la calle de una manera más o menos orgánica, sin ser una marioneta de ningún partido político o sindicato.
-Bueno, es eso lo que siempre has defendido, ¿no? -le interrumpió Carlos.
-Si, de hecho por ser justos ellos aplicaban buena parte de las cosas que los anarquistas llevábamos años defendiendo y en la medida de nuestras posibilidades llevando a cabo. Durante mucho tiempo me debatí entre la envidia sana y el cabreo de ver cómo poco menos que parecía que hubieran inventado cosas que llevábamos años haciendo nosotros, y la felicidad de ver cómo nuestra praxis permeaba, no se.
Juan continuó:
-Lo que sucede es que una cosa era el 15M y otra Podemos. Era un reclamo por parte del sistema que se creara un partido que canalizara las demandas del movimiento, eso es un clásico de ayer y hoy.
Su compañero sonrió. Le hacía gracia ver a un viejo hacer los mismos chascarrillos y payasadas que cuando le conoció, con treinta años. ¿Cuándo se es demasiado mayor para comportarse como un crío?
-Y fíjate que lo que me viene a la cabeza es esas manifestaciones, todavía multitudinarias, que tenían lugar después de los desalojos de Plaça Catalunya y Sol y antes de la eclosión de Podemos. Recuerdo perfectamente como nos juntábamos miles de personas te diría que fin de semana no, fin de semana si.
Pausó su discurso un momento, mirando por la ventana del local, como si pudiese volver a aquellos momentos.
-Y luego vino lo que tenía que venir. Se apostó por entrar en las instituciones y las calles se vaciaron. Odio hablar así, pero se demostró una vez más que desde dentro no se cambian las cosas.
-Hombre, rompiendo escaparates o dando palos no creo que se arregle mucho -le espetó Carlos, demostrando que estaba escuchando a su amigo.
-Si, si, ya se que eso no cambia nada. Lo que digo es que esto es como un péndulo, que forzosamente gravita de un extremo a otro, y entiendo perfectamente a la gente que, ilusionada, decidió salir de la inacción y ponerse a hacer cosas. Desde militar en un partido a hacer radio, escribir, etc. El problema es que pasó lo que tenía que pasar.
-¿Y qué paso?
-Pues aquello que dijo un teórico de cuyo nombre no me quiero acordar, y que en resumen dice que para entrar en el sistema tienes que suavizar tu discurso y pretensiones. Al final los unos y los otros todos enfadados -dijo Juan-. Unos les iban a llamar terroristas, de la ETA, comunistas, y los otros traidores por no llevar a cabo aquello que prometieron.
-Hombre, comunistas eran algunos, ¿no? -dijo Carlos con una sonrisa.
-¿Comunistas? Ya les gustaría…. -dijo Juan-. Bueno, a lo que iba, que a mi siempre me pareció que lo peor estaba por llegar. No se tenía energía para estar a la vez en las instituciones, pisando moqueta, y en la calle, recibiendo palos. Y mis peores augurios se cumplieron. Tantos años de intentarlo y darse con un muro hizo que aquellas personas que un día se ilusionaron con el 15M y creyeron que Podemos era el mejor canal para llevar a cabo los cambios que tan necesarios eran no volvieron a las calles, sino a sus casas.
El rostro de Juan se tornó por un instante sombrío. Habían pasado ya algunos años pero todavía no había podido digerir lo sucedido.
Supongo que no me quedan muchos años y me gustaría saber lo que es una revolución -dijo Juan, ahora si, con una sonrisa en la cara-. O al menos tener una victoria, aunque solo sea una….
Ambos amigos se quedaron en silencio un buen rato.
-Camarero, ¿me cobra?-dijo Carlos.
-Quieto dijo Juan manoteando-, que ayer pagaste tu.