Me la juego: me estoy leyendo Frágiles, de Remedios Zafra y de momento me está pareciendo un auténtico coñazo. Eso no quiere decir ni de lejos que la obra no merezca la pena, ni que la opinión que me merece su lectura a fecha de hoy permanezca una vez que (espero) la concluya. Pero me apetecía más escribir que leer (esta obra), por lo que ese es el motivo que vuelva a la carga, un mes más tarde desde la última vez.
Supe de la autora por El País o alguno de sus suplementos, seguramente Babelia, y del éxito que al parecer tuvo su obra anterior, El entusiasmo, que no he tenido todavía oportunidad de leer. De momento esta, voy apenas por la página 45, me está suponiendo un terrible coñazo.
¿Por qué? Enseguida lo escribo, pero me interesa más reflexionar un poco, que es lo que hace la autora en esa obra, sobre ese concepto, así en abstracto, vinculándolo con mi experiencia personal. ¿Qué es lo que algo nos supone un coñazo? Para empezar, ¿qué es “un coñazo”? Para mi algo que es aburrido de digerir (sea un libro, una película o un acto), y que en muchas ocasiones, no digo que sea el caso de esta obra, además tiene pretensiones.
¿Por qué a veces algo nos parece un auténtico coñazo? No tengo la menor idea. Es cierto que las preferencias de cada una pueden hacer que la obra de una determinada autora nos parezca siempre, o casi siempre, un coñazo. Pero no es menos cierto que nuestro estado anímico o incluso nuestros gustos cambien, sean volubles, y lo bonito, estoy cada vez más convencido de ello, es aceptarlo. A mi por ejemplo me gustaba el rock sinfónico cuando era un adolescente, y eso que ya hacía muchos años que era un estilo musical viejuno y diría que poco conocido. Supongo que había una parte de ser diferente, algo que me gustaba y me sigue gustando, pero recuerdo perfectamente que aparte de la pose había realmente un placer en escuchar esos discos que apenas contenían 3 o 4 temas, de lo largos que eran.
Recuerdo esa disonancia de instrumentos que parecían estar tocados a destiempo, pero que en su conjunto eran armoniosos. Eso no quiere decir que ahora si me pusiera a escuchar esos discos, fundamentalmente del grupo Yes, me parecieran insoportables. Estoy seguro de que seguiría disfrutando, pero la sensación sería distinta. Antes los escuchaba en un equipo de música, con los cascos puestos, sentado en una silla y en el salón de casa de mis padres. Era algo relativamente moderno para la época, que estaba viviendo la transición del vinilo al CD. La liturgia de escuchar música no llegaba a la pompa del disco, que había que limpiar, dar la vuelta cada 45 minutos como máximo, etc., pero se aproximaba.
Hoy hablando con mi vecino Marc le relataba mi experiencia del aburrimiento. Lo hacía al hilo de la confesión de su hija, con la que he estado esta mañana practicando un poco de voleibol, me decía la cantidad de hora que suponía primero ir a la escuela, luego ir a entrenar a voleibol para a continuación hacer los deberes. Una auténtica jornada laboral, en este caso para una niña de doce años. Mi infancia fue muy distinta. Yo no sabía lo que eran una extraescolares, ni que mis padres se okuparan de algo que no fuese alimentarme, vestirme, asearme y que fuera al colegio. El resto era cosa mía. Tengo el corazón partío al respecto de qué modelo es mejor, el de dirigir al tierno infante desde los 0 a los pongamos 14 años sobre la mayor parte de las horas que permanece despierto o bien el dejar hacer.
Le decía a Marc que recuerdo las horas y horas, literalmente, que pasaba a veces tirando una pelota contra una pared. A veces me daba por escribir, por crear juegos de tablero y por otras muchas cosas. Parece ser un lugar común que del hastío, del aburrimiento, a veces nace la creatividad.
Quizá el matiz entre aburrimiento y coñazo es que el segundo estado anímico tiene un condicionante adicional al primero, y es que estás desarrollando algún tipo de actividad.
En mi caso lo que me sucede con este ensayo es que no tiene, al menos de momento, un orden demasiado claro. El último libro que me he leído, del que me gustaría escribir una pieza, es La cuestión moral de las energías fósiles, de Alex Epstein. Casi nada lo del ojo, y lo llevaba en la mano. Voy de la derecha a la izquierda con suma facilidad. Bueno, pues uno de los méritos incuestionables del libro de Epstein, extensible creo a su autor, es lo bien estructurado que está el libro, y lo claro y sencillo de su lenguaje y de su mensaje. No me quiero extender mucho porque como digo me apetece escribir una pieza sobre el mismo, pero supongo que el contraste entre una y otra experiencia es lo que pueda estar provocando en mi la sensación de aburrimiento, de hastío.
Otra regla que aunque no de obligado cumplimiento sí que de frecuente observancia es que intercalo ensayo y ficción en cantidades similares, y en este caso voy a darle dos seguidas al ensayo. Quizá mi mente me esté diciendo basta, no lo se, pero creo que sencillamente obedece a la estructura un poco caótica en la que la autora expone sus vivencias y pensamientos.
Tengo que decir que una de las pocas cosas buenas que tiene el hacerse un hombre hecho y derecho es que entre las obligaciones del día a día y la posibilidad que tenemos como adúlteros de hacer un poco, solo un poco, lo que nos da la gana en el exiguo tiempo libre que nos queda, la sensación de hastío es cada vez más infrecuente.
¿Que algo nos da palo? No lo hacemos. ¿Que un libro no nos gusta? Lo dejamos de leer. ¿Que una comida nos da repelús? No la cocinamos. Así de sencillo. Es lo que se pierde Peter Pan al querer permanecer en su estado infantil. Supongo que por eso y por una tendencia que no me gusta un pelo que podríamos denominar “de hiperenlace”, en oposición a la “secuencial”, saltamos de una cosa a la otra, evitando caer en aquella que no nos gusta.
Un ejemplo de lo anterior lo ilustra a la perfección la experiencia, de nuevo ese odioso palabro, de ver la tele. A mi me gusta viernes y/o sábado noche “ver la tele”, así, en sentido amplio. No ver una película, no ver una serie, no ver un programa, “ver la tele”. Ese no era el ejemplo que quería traer a colación, aunque creo que también vale. Me refería en realidad, en oposición a “ver la tele” a ver series. El inconveniente que tenía “ver la tele” era que te tenías que tragar anuncios o esperar hasta que empezara el programa que querías ver, ergo, era un coñazo. Ahora pones la serie que quieres ver, sin anuncios, y con el comienzo del capítulo siguiente pisándole los talones, cosa que me saca de mis casillas, al final del capítulo anterior, todo ello para que consumas de forma compulsiva “contenidos”, que es como se llama ahora a las creaciones audiovisuales.
No tengo una opinión muy clara respecto a si tiene algo de bueno o no experimentar la sensación de hastío, de que algo no nos gusta, pero existe y es bueno saber identificarla, sin más. No me veo reflejado en alguien al que le gusta sufrir, ni a un hedonista que rechaza todo aquello que no le da un placer, a poder ser inmediato.
Remedios, no me lo tengas en cuenta, te prometo que acabo tu libro y escribo lo que me ha parecido. Palabrita de Niño Jesús.