J no estaba pasando por un buen momento. De hecho no sabía lo que le pasaba, pero no era feliz. O mejor dicho, a ratos era feliz, a veces ni una cosa ni la otra y otras repasaba la historia de su vida y se autoflagelaba pensando en la mediocridad de persona que era. Siempre a punto, siempre rozando, siempre valioso, pero a la hora de la verdad, el mismo mediocre de siempre, sin un duro en el bolsillo y con la eterna promesa de ser alguien algún día, de conseguir un logro en el que está trabajando, pero que nunca consigue.
Ahora, se dijo, era un buen momento para reflexionar. Su mujer, M, estaba fuera, en un viaje de trabajo que se iba a prolongar al menos dos semanas, y su hijo, L, estaba de vacaciones con sus padres, por lo que J, como a él le gustaba decir, estaba de Rodríguez en toda regla.
Y una de esas tórridas noches de verano le dio por abrir un álbum de fotos. Bueno, eso sería lo que un autor del siglo pasado hubiera escrito, pero por ser fiel a lo que en realidad ocurrió abrió su portátil y accedió al disco duro en el que guardaba buena parte de sus recuerdos, algunos en pareja, otros con otras parejas, y muchas otras cosas.
Y repasando las fotografías, una a una, vio a M, espléndida, de “rompe y rasga”, como a J le gustaba decir. No es ni muchísimo menos que ella hubiera perdido esa belleza, ese atractivo, ni mucho menos, solo que una mezcla de nostalgia, de atracción y de muchos otros sentimientos se apoderó de él. Aparte de la belleza física, que es innegable, era la elegancia, el atractivo de esas imágenes. Por un lado su conocido gusto para vestirse, su elegancia, pero por otro lado el escenario. El museo del Louvre, la Fontana di Trevi, pero otros menos conocidos, como la Alcazaba de Málaga o la sierra de la culebra. En todas ellas supo ver J algo, que le hizo olvidar por un momento la determinación que había tomado antes de despedir a M en el aeropuerto.
Siempre le había dicho que no entendía como una mujer como ella podía estar con un hombre como él, y que sentía tremendamente afortunado de que ella hubiera decidido compartir su vida con él. Pero luego venía todo lo demás, y eso se llama la vida. Si echaba la vista atrás habían pasado momentos realmente duros juntos, en esos más de 10 años de vida juntos que llevaban. Y luego estaba ese problema, del que no se atrevía a hablar abiertamente con ella, pero que siempre estaba allí, y se mostraba impúdico para atormentarlo en cuanto menos se lo esperaba. Muchas veces había pensado que era un obseso, un enfermo, y que debía tratarse. Otras pensaba: ¡qué diablos, no tengo por qué sentirme mal ni reprimirme!. En función de si estaba en el valle o en la cima anímica una u otra se imponían, pero el simple hecho de la oscilación, de no tener a qué atenerse le atormentaba.
Y luego estaba la ansiedad. No sabía qué era hasta que los primeros episodios empezaron. Primero confundía ese pellizquito en el corazón con otros síntomas, tales como el cansancio, la fatiga, los nervios. Pero poco a poco ese estado se fue extendiendo como una sábana durante más horas del día. Hasta que cuando se echaba una siesta, y empezaba a notar ese ahogo, esa dificultad para relajarse, entendió que aquello era otra cosa, que no se parecía a nada que hubiera sentido con anterioridad, y que tenía un nombre, ansiedad.
Pero claro su aversión a la ingesta de medicamentos hacía que la combatiera a pecho descubierto, a las bravas, y claro, la enfermedad ganaba por goleada. ¿Era realmente una enfermedad? J sostenía que no, que el paradigma enfermedad – salud era un constructo, y que si cambiamos el enfoque, la vida son estados, y nunca estamos ni completamente sanos ni completamente enfermos. Si se quiere se agarraba a aquello que tanto le gustaba de que los problemas no existen. Si tienen solución debe aplicarse para que la situación cambie, y si no tienen solución, son en realidad hechos que hay que asumir y trabajar.
Pero nos estamos desviando del tema, J estaba pensando en separarse. Ya había habido un amago antes, esta vez por parte de M, de dejarlo. Su relación era buena, no había ningún ni gritos ni peleas y el gran respeto que ambos se profesaban descartaba este argumento como una razón para separarse, máxime cuando había un niño por medio. Pero es que era una cuestión de pareja, no de familia. El sentido común y muchas personas, entre ellas profesionales, desaconsejan introducir elementos externos cuando de lo que se está hablando es de la relación en pareja.
Pero claro, esa era la teoría, y luego viene la práctica. Y son las cosas del día a día las que van dejando un poso que hace que se vean las cosas de otra manera. Cosas tan aparentemente nimias como el piso, el sexo…. Si el sexo, ese era uno de los problemas. Desde ya ni J se acordaba cuando su relación había cambiado. Al principio, cuando se conocieron en Alicante y compartieron piso, su relación era explosiva, exuberante. Todos los días, como decía su suegra de forma incrédula. Si, todos los días o casi. Además sin prisas, probando cosas nuevas. Muchas noches con una botella de vino por medio, y a veces en el sentido literal de la palabra.
Pero algo había cambiado, ya no era lo mismo. Por un lado el deseo de ambos ya no era el mismo, no era equilibrado. M le reclamaba continuamente, pero a él ya no le apetecía. Por la noche, cuando L estaba acostado, ambos se ponían las gafas y abrían su libro, él, y su lector de libros electrónico ella. Pero enseguida se escuchaba el “clack”, que indicaba que M había cerrado el libro, y a continuación el ruido de las patillas de las gafas al cerrarse y ser depositadas encima de la mesilla de noche. Y lo siguiente era que ella iba reptando, sibilinamente, por debajo de las sábanas hasta la mitad de las piernas de él, para empezar a chupársela.
Esta situación era muy violenta.
-Para por favor, estoy cansado – pero ella seguía.
-Para – y le retiraba de sí, a menudo cogiéndola por los hombros.
Entonces ella salía de debajo de las sábanas, con cara de enfado, ocupaba su lugar en la cama, siempre el derecho, se giraba dándole la espalda y apagaba la lampara de su mesita.
-No te enfades.
Si en ese momento le posaba cariñosamente una mano en su hombro izquierdo ella se lo sacudía de un manotazo, las más de las veces sin mediar palabra, otras acompañado de un:
-Déjame.
Pero, ¿es que no era M una mujer de bandera? ¿Es que a J ya no le interesaba el sexo? Nada de eso. M era, a sus 50 años una mujer espectacular. Con curvas, como a J le gustaba, con su pelito corto que tanto le gustaba, y tremendamente atractiva. Cualquier cosa que se ponía le sentaba de maravilla, y si la tuviera que definir en una palabra ésta sería elegancia.
Entonces, ¿cual era el problema? Pues el problema es que J se había cansado de aquello. No es que se hubiera cansado de M, solo que la rutina, la maldita rutina, se había apoderado de ellos y era algo que no podía soportar. Siempre las mismas posturas, la misma secuencia, siempre el mismo momento del día, el mismo lugar. ¿Lo habían hablado? A J le aterraba exponer la situación a M, pensaba que si se lo decía ésta le iba a decir esa frase que tanto odiaba y que le sacaba de quicio “pues ya sabes, búscate a otra, pero te vas, ¿eh?”.
Y ese era otro de los problemas, ¿pero a dónde se iba a ir? Madrid estaba por las nubes, y el piso en el que vivían sin ser una maravilla, por lo menos era algo. 70 metros cuadrados para los tres, bueno, para los cuatros si se contaba a Vetusta, la tortuga, era casi un lujo asiático en los tiempos que corren.
Se puso a buscar en Idealista y en otros portales, pero por la zona ni hablar, no way. Es lo que tiene su mala cabeza, el haber priorizado su disfrute durante su juventud, que tanto se recriminaba a sí mismo ahora, en la madurez, en lugar de haber hecho lo que es debido, medrar y hacer una carrera profesional.
Ahora había creado una empresa. ¿Ahora? Demasiado tarde, con los cincuenta cumplidos, ¿dónde vas? Esa era la voz que continuamente escuchaba en su interior y que tanto le atormentaba. Pero no podía echar la vista atrás. Le hubiera encantado volver a ser joven, a no tener preocupaciones, a poder cambiar las decisiones que una tras otra habían caído como losas en su vida, y que tango pesaban ahora, que le tenían sepultado.
Y es que J no sabía vivir solo. Tras su segunda separación se prometió a sí mismo que no, que no volvería a hacerlo. Que esta vez viviría solo, y haría lo que le diese la gana cuando le diese la gana. Había sufrido tanto… No, no volvería a pasar por lo mismo.
Pero en ese momento conoció a M y otra vez. Bueno, en realidad fue algo nuevo, increíble, maravilloso. Los primeros años fueron maravillosos, los dos con dinero y sin obligaciones, yendo de aquí para allá. La playa, los chiringuitos, los viajes, el sexo, el sexo… Pero todo cambió cuando J le planteó a M que quería ser padre, ahí se le cayó el mundo encima a M. Ella, que ya había tirado la toalla, que se había hecho a la idea, ya más cerca de los cuarenta que de los treinta, que no iba a ser madre. Fue un terremoto.
Pero lo peor aún estaba por llegar. La dificultad de M para quedarse embarazada. Bueno, en realidad la imposibilidad de J de fecundar sus óvulos, como ella le recordaba machaconamente una y otra vez, repitiendo casi literalmente las palabras del médico Arjona. Hasta que de repente, sin saber cómo M se quedó embarazada. Y tuvieron a L, un niño, como ambos querían, que pesó casi cuatro kilos y midió 55 centímetros. El parto fue muy bueno, y pronto pudieron regresar a casa.
Y entonces todo cambió. J odiaba con todas sus fuerzas la manida frase de “tener un hijo te cambia la vida”, y quizá era eso lo que le sacaba de sus casillas: que le hubiera cambiado la vida y que, además, la puta frase fuera cierta. Se acabaron las salidas con sus amigos, la moto, la liga de fútbol de empresa, todo. Y comenzó una nueva pesadilla para él: la lujuria de M. Sus ganas insaciables de sexo a todas horas. Incluso cuando estaba embarazada, sobretodo cuando estaba embarazada, se abalanzaba sobre J y le usaba. Se quitaba el tanga, pues la barriga hacía que casi siempre llevara vestidos amplios, y se arrodillaba para chuparle la polla a J. Lo justo para ponerla dura, y muchas veces tan solo bajando la cremallera, sin ni siquiera desabrochar el botón, para poder sacarla.
Se colocaba encima y se la metía. Casi siempre acompañaba sus contoneos encima de él con una masturbación, a veces cogiendo furiosa del pelo a J y mirándole con ojos de fuego, mientras se mordía un labio. Otras se abría de piernas, se apoyaba con las palmas de la mano en el sofá y echaba el cuerpo hacía atrás, mirando al techo del salón, mientras abría y cerraba las piernas furiosamente. Más de una vez este furioso movimiento había echo perder el equilibrio a M y caer hacia atrás. Pero sin darle tiempo a J a interesarse por ella, y menos a recriminarle su inconsciencia cuando llevaba una criatura en su interior, tiraba de él arrastrándole del sofá al suelo, boca arriba.
Entonces bufando, con ansia, se quitaba el vestido entero y se colocaba encima. Entonces venían los gemidos, los gritos, siempre con en ese ansia, con esa furia. Apoyaba el peso de su cuerpo hacia adelante, colocando sus brazos encima del pecho de J, hasta que se corría. Bueno, se corría muchas veces. Algunas J se corría también, pero otras le había dejado allí tirado, con la polla dura, saliendo por la cremallera del pantalón, mientras M se levantaba, primero clavando una rodilla en el suelo, luego apoyando su otro brazo en el vientre de J, recogiendo el tanga y el vestido del suelo camino a la ducha. Eso si, siempre besando a J, y diciendo:
-Te quiero.
Menudo culo tenía M.