Discusiones

Ya estaban otra vez discutiendo los vecinos de abajo.

Mary acababa de salir de la cama de su estudio, todavía vestida con el chándal de ayer, y cuando iba camino de la cocina para preparase un te les escuchó por la ventana abierta, que daba al patio de luces, y que dejaba abierta para que se ventilase mientras fumaba un cigarro.

Cerró la ventana con fastidio, y se dirigió al baño, había que resolver algunas urgencias. Mientras se sentaba en el lavabo pensaba: ¿qué diablos harán esos dos juntos, si siempre están a la gresca? Habitualmente le divertía imaginarse una historia, como hacía con el resto de personajes del vecindario que veía con asiduidad pero de los que no conocía nada más que su aspecto físico. Pero

hoy no le parecía gracioso, estaba de mal humor.

Probablemente eran las semanas de confinamiento que ya empezaban a pesar. A Mary le había cogido sola, en su pequeño apartamento, situado justo encima del piso de esos dos que no paraban de discutir. Alguna vez había hecho el cálculo, incluso lo llegó a anotar en una libreta. No era que siempre estuvieran discutiendo, es que si se se descontaba el tiempo que estaban durmiendo o el que no estaban, el porcentaje del tiempo que estaban despiertos y que empleaban en discusiones aumentaba.

Si a ese tiempo, además, le quitamos el que uno no disfrutaba de la compañía del otro, pues la cosa llegaba a un punto enfermizo.

-¡Muy bien, tu sigue así, de puta madre! – se coló unas voces de ella

Ni el puto water me puedo librar de ellos – pensó Mary mientras momificaba su mano derecha de papel higiénico. Se puso en pie y se observó en el espejo. Se estiró los párpados, hizo algunas muecas. Solo las mujeres saben el por qué de esos ritos, que acostumbran a terminar con un gesto de desaprobación, casi siempre está mal lo que muestra el espejo.

Portazo. Eso no solía pasar, por una extraña razón, cual púgiles casi cuarentones y panzudos, los dos contendientes aguantaban en el cuadrilátero, apenas tentándose la cara, sin sacudirse demasiado, pero de forma constante. Solían aguantar más de diez asaltos zurrándose. No era habitual que uno de los dos tirara la toalla, o siguiendo el símil, hincara la rodilla durante diez segundos para dar por finalizada la contienda. Algo habrá pasado – se dijo Mary – mientras se dirigía acelerando el paso al balcón.

Abrió la ventana, pese a ser noviembre más que tiempo de castañas hacía de irse a pasear en bicicleta con una rebequita. Vio como salía él, en ropa de sport, con chanclas incluidas, de esas de piscina, tirando calle arriba. Qué raro – pensó Mary – a dónde irá un domingo. Como no sea a comprar el pan o el periódico….

Cerró la puerta y volvió a entrar. Dado que uno de los dos no estaba en casa se rompía la fórmula explosiva, la glicerina, en este caso, se había quedado sin el nitrógeno, por lo que estaba en reposo, en calma chicha.

Corrió rápidamente hasta la mesa de trabajo, instalada en su dormitorio. Por el caminó tropezó con unos zapatos que casi le hacen caer.

-¡Coño! – espetó.

Se incorporó, sin sentarse, sobre la mesa y escribió con el bolígrafo rosa, el que su sobrina le disputaba cuando venía a visitarla:

-”Nitrógeno”.

-Glicerina”.

Había bautizado por fin a sus vecinos de abajo. Mary se dedicaba a la publicidad, pero siempre había tenido una vis cómica, no de hacer reír en lo alto de la tarima de un teatro, no, sino de dibujante, de pintamonas. Y ya tenía nombre para sus personajes. “Nitrógeno”, el musculoso aunque algo panzudo cincuentón de pelo plateado y “Glicerina”, su enjuta pero atractiva compañera, armada de una lengua viperina y de un repertorio de insultos y de desprecios capaz de bajarle la moral a un ejército de mogoles.

De hecho esta pareja era algo peculiar. El grandote, fornido, muy atractivo pese a la edad. Qué tontería, ¿qué tendrá que ver la edad para ser o no atractivo? De los que te dan con la mano abierta, a lo Bud Spencer, y te hacen girar sobre ti mismo tres o cuatro veces. Ella también atractiva, enjuta, pero le ponía a él de vuelta y media. Que si no se enteraba, que si no hacía nada, que si era un inútil. “Nitrógeno” apenas podía encartar alguna respuesta, siempre a la defensiva, de no más de tres o cuatro palabras. La que en realidad sacudía era ella.

-Y yo me pregunto – se preguntaba Mary mientras se cambiaba de ropa – ¿Y si fuese al revés? ¿Si fuese él quien machaca constantemente a ella?

Había decidido que iba a salir a caminar, aprovechando el día soleado y cálido que se presentaba. Apuró apenas un poco de café del día anterior, frío, y mordisqueó una magdalena, para esculpirla a continuación en el tacho de la basura. Se aseguró que el móvil tenía batería, se puso los cascos inalámbricos de los que solo funcionaba uno de los dos, la mascarilla, cogió las llaves y salió.

Mientras echaba la llave por su espalda escuchó un:

-Buenos días.

Se trataba de la vecina del rellano. Era una persona simpática, más o menos de su misma edad, todavía no había conseguido ponerle un mote, no sabía demasiado de su existencia, era más discreta.

-Buenos días – le contestó Mary.

Bajó las escaleras y salió a la calle. La verdad es que hacía un día magnifico, con algo de sol y apenas una leve brisa. Era una gozada salir a pasear los domingos últimamente, porque entre el confitamiento, como jocosamente solía decir Mary, y la nueva normativa que impedía la circulación de vehículos contaminantes en la ciudad, prácticamente no había un alma en la ciudad.

-Por ahí viene – pensó Mary, viendo como bajaba la calle justo después de girar la esquina su vecino. Vaya, leen “La Vanguardia”, les pega.

Se puso a andar. Ya tenía un nuevo elemento para construir a sus personajes. Él pasaba mucho tiempo en casa, mientras ella se arreglaba para salir a trabajar y volvía a media tarde, a todos los efectos un trabajo “normal”. No tenían hijos, o mejor dicho, los hijos volaron del nido y solo vivían los dos. Por otro lado debían de tener al menos otra residencia, porque cuando se anunciaban restricciones echaron a volar, y no se escuchó un ruido durante semanas.

Quedaba pues por dilucidar quién era “Nitrógeno”. ¿Era un prejubilado de banca? Probablemente, eso explicaría que a sus cincuenta pasara todo el día en casa, vestido con ropa de sport. Era poco probable que trabajara desde casa y que, por ejemplo, fuera arquitecto. Es absurdo, pero incluso cuando una trabaja desde casa -pensaba Mary mientras miraba a derecha e izquierda para cruza el carril bus en rojo- guarda una mínima disciplina, se cambia de ropa, no siempre va en chándal.

Había otra cosa misteriosa del personaje que no había conseguido discernir todavía. Bueno, por ajustarse más a la realidad, “inventar” sería la palabra, pues prácticamente todo lo que sabía de los personajes lo había supuesto. Era un ejercicio que le divertía.

Sigamos – pensó- ¿Cómo explicar esos brazos fornidos, ese corpachón? ¿Estibador quizá?

Era una posibilidad. Paró un momento, desbloqueó el teléfono mientras buscaba una zona sombreada que no le hiciera reflejo en la pantalla del móvil, lo desbloqueó, y grabó una nota de voz en Telegram:

-”Estibador”.

Sonrió y siguió su camino. Le gustaba bajar las Ramblas, ahora que no había nadie, y menos turistas, y llegar al hotel vela y dar una vuelta por allí. Era un espacio abierto donde se podía caminar seguido mucho rato. En verano era imposible ir por allí, porque había mucho cemento y poca sombra, pero ahora en otoño era un lugar perfecto. Igual el dirigirse a un territorio marítimo le hizo pensar en los estibadores. Podía ser.

-Sigamos. Tenemos más o menos perfilado a “Nitrógeno”. Vamos a ver ahora qué podemos sacar de “Glicerina”.

“Glicerina” era sin duda funcionaria. Iba a trabajar cada día en coche, y vestía muy bien. Para la edad que tenía tenía un tipazo. Ni uno ni otro se habían abandonado, pero no parecían ser uno de esos fantoches que se creen que deben tener eternamente 20 años. Mary pensó que cuando llegara a su edad le gustaría estar tan estupenda como “Glicerina”.

Ella era sin duda funcionaria, y por ende una amargada.

-¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? – se recriminó a si misma esbozando una sonrisa.

Timbre.

-¡Ups, perdona! – le hizo un gesto con la mano Mary al ciclista que casi se la lleva por delante.

Sin darse cuenta había vuelto a cruzar un paso de cebra en rojo. Era prácticamente el último, una vez llegada a las Ramblas había trecho por delante sin preocuparse de bicis, patinetes ni casi carteristas.

Sin duda “Glicerina” quería matar a “Nitrógeno”. Le había dado los mejores años de su vida, incluidos dos estupendos hijos, pero ya no le aguantaba más, era un estorbo. Pero había una duda que despejar: ¿por qué diablos no se separaban? Sin duda por avaricia, ambos deseaban atesorar ese céntrico pisito, no estaban dispuestos a renunciar al mismo.

No, no era eso, era aún peor. El piso les daba igual, lo que no estaban dispuestos es a concederle una victoria a su archi-enemiga. Anteponían más hacer daño que obtener ventaja.

-Eso es más plausible – pensó. Me gusta, tiene sentido, es así como ocurre en la vida real.

Bien, pues ya tenemos descritos perfiles y móviles de la pareja, ahora necesitamos el desenlace, el trágico desenlace.

-Envenenamiento – pensó. Estrangulamiento.

Dependiendo de quién fuera la víctima y quién el victimario debería necesariamente suceder uno de los dos fatales desenlaces. Como en los libros de elige tu propia aventura, que tanto le gustaba leer de pequeña.

-¿Y si le damos una vuelta? – se dijo a si misma. ¿Y si en lugar de ser ella la que envenena y él la que estrangula lo hacemos al revés?

Claro, tiene sentido, pensó. ¿Quién iba a sospechar que un oso con semejantes zarpas iba a envenenar a su víctima cuando la podía dejar sin alientos en apenas medio minuto? Y ella, ¿cómo iba a ser capaz de estrangular a semejante primate con apenas cincuenta kilos? Ni dormido hubiera podido hacerlo.

Sin duda iba a ser así. Él la iba a envenenar mientras le preparaba el desayuno, tratando de congraciarse con ella después de la primera discusión matutina por dejarla dormir tanto, que no llegaba al trabajo. Y ella iba a usar esa cuerda de guitarra que había comprado, pese a no tocar ningún instrumento. Aprovecharía que se encontraba de espaldas, untando las tostadas en mantequilla, para subirse sigilosamente a un taburete, pasarla la cuerda por delante del cuello, y dejarse caer, saltando, para tener todo el peso posible y lanzar el cuerpote de él hacia atrás.

Solo quedaba un detalle, los dos debían morir. Era lo justo, ninguno podía vencer sobre el otro.

-Te estás pasando – se auto-recriminó. Tienes una menta bien sucia.

El ejercicio le divertía, ya no podía parar. La cosa sucedería así. Suena el despertador a las siete, lo apagan. A las ocho menos diez le dice él a ella que se despierte, que es tarde. Ella abre un ojo, ve la hora que es y da un respingo.

-Pero, ¿tu ves la hora que es? ¿Por qué no me has despertado antes? ¿No ves que no llego al trabajo?

Da un saldo de la cama y se dirige a la ducha. A él esta vez la bronca le resbala. Por un lado está medio dormido, pero por otro hoy va a acabar todo. Se sienta en su lado de la cama, bosteza estirando los brazo en cruz y por supuesto se rasca los huevos. Es un secreto placer que solo los hombres saben llevar a cabo. Se dirige a la cocina arrastrando los pies, descalzo, deleitándose con un nuevo placer masculino: rascarse el culo.

Ella mientras se ducha se va espabilando.

-Hoy acaba todo – piensa. Por fin.

Tenía la maleta hecha y en el maletero del coche. No tenía muy claro qué iba a ser de ella, pero si tenía claro lo que iba a hacer, lo que ya no estaba dispuesta a soportar ni un solo día más. Cruzaría la frontera y ya en Francia Dios dirá.

Se puso el albornoz, y volvió al dormitorio para vestirse.

Mientras él seguía la rutina habitual. Extendió la mesa plegable de la cocina, situó el par de servilletas de papel y fue disponiendo el resto de utensilios del desayuno. Mientras la cafetera indicaba que era hora de apagar el fuego de la hornilla, saltaban el segundo par de tostadas. Él alargó el cuello y miró por la puerta. Le vio a ella mirarse en el espejo y hacer muecas, mientras se pintaba los labios.

-Perfecto, me da tiempo – pensó.

Vertió unas gotas, diez, en la taza de ella y a continuación tres dedos de café. La suerte estaba echada.

Ella miró por el espejo, le vio ocupado con el desayuno. Abrió con sigilo el cajón y cogió la cuerda. Se la enrolló sobre la mano izquierda, había practicado el movimiento varias veces, pero estaba nerviosa. Eran treinta años de matrimonio.

Por fin se sentaron, cada uno en su sitio, sin dirigirse la palabra. Él pudo ver, por encima del horizonte de su propia taza mientras bebía, como ella tomaba el primer sobro de la suya. Estaba hecho, ya no había marcha atrás.

-¿Me acercas la sacarina por favor? – le dijo ella.

Fue todo muy rápido. Ni siquiera le extrañó que le pidiera sacarina, cuando ella siempre bebía el café tal cual, sin leche y sin nada. Se levantó, orientó su cuerpo hacia el mueble de la cocina y abrió una de las puertas. En ese momento ella saltó sobre su espalda, y en un felino movimiento desplegó la cuerda de guitarra para hacer un arco alrededor de su cuello. Él trastabilló y dio un paso hacia atrás, lo tiró todo. Ninguno de los dos notó el café ardiendo en la ropa. Uno luchaba por respirar y la otra por no soltar ninguno de los extremos, pese a que empezaban a cortarle la mano.

Tras unos segundos, quizá minutos, que a ella se le hicieron eternos, él dejo de llevarse las manos al cuello, y cayó desplomado sobre su espalda, mirando al techo de la cocina con ojos vacíos. Ella estaba parcialmente sepultada por el corpachón de la víctima, pero se consiguió zafa, escurrirse más bien, y salir. No quiso ni siquiera cambiarse de ropa, el escándalo que habían formado sin duda había sido oído por los vecinos.

Cogió el bolso, se aseguró que contenía las llaves del coche y la cartera, se puso la mascarilla y salió, sin echar la llave para no levantar aún más sospechas.

-¿Carlota Sánz? – dijo la voz al otro lado del teléfono.

-Si, soy yo. ¿Quién es? – dijo ella, sorprendida. No acostumbraba a descolgar cuando veía números largos en el móvil, pero le sorprendió una llamada un domingo y decidió descolgar.

-Le habla el teniente Ramírez, de los Mossos de Esquadra. ¿Es usted la hija de Milagros Del Vall?

-Si, es mi madre. ¿Ha pasado algo? -dijo algo angustiada.

-Ha tenido un accidente de tráfico.

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