Hijos

Se prometió a si mismo que no le iba a volver a llamar, no quería agobiarle, pero estaba realmente angustiado. Miró el teléfono, apartó la mirada y echó una calada, mirando, de pie, a través del ventanal del exiguo balcón que daba a la calle. A Julia no le gustaba que fumase en casa, pero esa era un excepción, estaba nervioso. Decidió abrir la ventana, bueno, la puerta, yo que sé…. Hizo el gesto de espantar moscas con la mano derecha para expulsar el humo que había quedado en la habitación, pero sospechaba que en balde. Desde la enfermedad había perdido por completo el olfato.

De reojo volvió a mirar la pantalla del móvil. Nada, ni un puntito rojo parpadeando que pudiera indicar novedad. No sabía en qué momento se había podrido todo. Hacía ya meses, había perdido la cuenta, que no le veía, desde la pandemia. Habían pasado las Navidades juntos, pero el tiempo pasaba volando, y por más que le llamaba no conseguía hablar con él.

«Dios te está dando tu merecido» pensó.

No creía en Dios, pero ahora más que nunca recordaba las llamadas de su madre que no atendió, y se sentía culpable por ello. Su madre estaba exactamente igual que él ahora, sola. Sola, sin nada que hacer en todo el día y con la amenaza de algo invisible allá fuera que la podía matar en cualquier momento. Llamaba a sus cuatro hijos, bueno, dos hijos y dos hijas preguntando casi siempre lo mismo. «Bueno, ¿qué? ¿Cómo estáis?» «¿Y el trabajo qué tal va?» «Pues no te creas, que está la cosa fatal.» Ella siempre tan positiva, tan atenta a las desgracias y a todo lo malo que en el mundo pueda suceder. Tenía una capacidad difícilmente superable en tornar en algo negativo algún logro, o en destacar las cosas más tristes, negativas, dañinas o nocivas. Nunca entendió el por qué, suponía que había visto y vivido mucho en la posguerra, y nada bueno.

Acabó el cigarro y lo lanzó por la ventana. En cuanto acabó el gesto espetó «¡mierda!» Si le llega a ver Julia, con la de veces que le había recriminado lanzar hasta el envoltorio de un chicle al suelo. Hoy era un día distinto, estaba nervioso.

Era domingo por la mañana. Las mujeres de su casa todavía dormían, pero él hacía tiempo que no podía hacerlo con regularidad. En realidad dormía más o menos bien, pero lo justo. Como se acostaba, se acostaban, muy pronto, a las 6 o 7 de la mañana, no importaba el día de la semana, ya no tenía sueño y se levantaba.

Y luego estaba la espalda. Era el mejor despertador. Transcurridas 6 o 7 horas en horizontal un intenso dolor lumbar le indicaba que era hora de levantarse, que ya había dormido suficiente. Afortunadamente le quedaba el recurso de la siesta. Aparte de haber aprendido a disfrutar ese momento del día, justo después de comer, le servía como terapia. Muchas veces apenas cerraba y abría los ojos, no dormía mas allá de 10 o 15 minutos, pero el sueño era realmente reparador, y le servía como ejercicio de relajación. Muchas veces cuando cerraba los ojos el corazón le latía a mil, pero se decía a si mismo «tranquilo, relájate, respira despacio», y así hacía. Intentaba controlar su respiración, no ponerse nervioso, hasta que poco a poco cada vez ésta se iba acompasando más y más, y finalmente quedaba dormido.

Esa era una de las cosas que a fuerza de cumplir años habían cambiado en él. De pequeño, con la edad de Pedro, no podía soportar eso de las siestas. Claro, que dormía no menos de 10 o 12 horas todos los días de las inacabables vacaciones en aquel secarral manchego al que fue la familia durante 10 o 12 años. Recordaba como alrededor de las 3 de la tarde se hacía el silencio en la casa, y pobre de aquél que osara interrumpirlo con alguna chiquillada. Era realmente tedioso tener que esperar esa hora a que todo el mundo se levantara de la siesta. Fuera hacía un calor insoportable, y además el resto de sus compañeros de juego estaban o bien durmiendo la siesta, o bien bajo arresto domiciliario como él.

Su hijo, Pedro, había heredado, como él decía, lo de no soportar las siestas. Cuando estaban en la playa, en Alicante, no podía estarse quietecito en la tumbona a la sombrita dejando que el mecer de las olas le acunara el sueño y descansando un ratito. Creo que solo una vez se echó una siesta en la playa.

¿Qué diablos habría pasado para que de repente Pedro no quisiera hablar con él? ¿Conocía Pablo realmente a su hijo? Lo más probable es que no. Tanto él como su exmujer eran unos mentirosos compulsivos, y nada de lo que le decían se lo creía. Era triste, pero así era. Le iba a visitar una vez cada dos meses, y pasaban el fin de semana juntos. Durante esa estancia en común no había notado nada raro, la relación era la de siempre.

Es cierto que cada vez le costaba más convencerle para que pasara períodos más largos con ellos, como Semana Santa, vacaciones de verano o Navidad. Siempre se quejaba de que estaría muchos días sin ver a sus amigos, era normal, cosas de la edad. De novias no le hablaba mucho. Si se creyera su versión era poco menos que un monje franciscano encerrado en el convento y entregado a los estudios. No quería saber nada de novias, decía, no tenía tiempo. El problema es que la mentira tiene las patas muy cortas, y sus malas notas demostraban lo contrario. Por supuesto no es que las mujeres tuvieran el pecado original en su ser, y que distrajeran con sus malas artes a los pobres e incautos hombres. Sencillamente es que no le daba la gana estudiar, y prefería salir a la calle con sus amigos o con sus amigas.

Su exmujer le había enviado un audio, en respuesta a sus mensajes pidiendo que le llamara y le pasara el teléfono a su hijo, en el que le contaba una historia para no dormir de que su hijo le odiaba y no se cuantas cosas más. No pudo terminar de escucharlo. Por un lado se decía «escúchalo, ella es la que vive con tu hijo», pero por otro lado la sarta de sandeces que decía y las mentiras que se montaba ella sola hacían el ejercicio poco saludable. Le iba a hacer más mal que bien.

Pero por más que lo intentaba no se lo podía quitar de la cabeza. «¿Será verdad que mi hijo me odia?» Lamentablemente no había forma de salir de dudas, porque llevaba días, quizá semanas, llamándole a diario sin posibilidad de poder hablar con él.

¿Conocía realmente a su hijo? Probablemente no. Esa misma noche había soñado con un episodio real, en el que hablaba con su hermano mediano, Jesús, y le decía que no le importaba lo que sus padres esperasen de él, que no le conocían, que pensaba hacer su vida, le gustase o no a los demás. En cierto modo así había sido. Si sus padres le conocieron o le conocen ahora mismo ya no importa. Pero lo que si le importa es conocer a su hijo. Su hija, la pobre, es demasiado pequeña ahora, esos problemas ya llegarán.

Cuántas veces se había dicho a si mismo que él no iba a ser igual que sus padres. Que no iba a seguir su patrón de vida, que para nada iba a ser como ellos. Pero a la postre, echando la vista atrás, había seguido un camino más o menos marcado. Claro que había hecho cosas distintas, como no bautizar a sus hijos, pero al final se había visto a si mismo enarbolando banderas como el «estudia o no tendrás un futuro el día de mañana» que le sorprendían.

Su hijo era un producto de su época. Hacía cosas que él mismo había hecho antes, y hacía cosas que en su época no existían. La principal diferencia que él veía es que ahora la juventud en general no tenía un anhelo de salir, de ser libres, de experimentar. Se encerraban en el nido de sus padres y allí pasaban las horas. En ese sentido Pablo era algo distinto, todavía disfrutaba saliendo con sus amigos, aunque fuera a comerse una bolsa de pipas sentado en un banco.

De drogas y de sexo, pues a saber. Esos son siempre los temas más difíciles de averiguar, y muchas veces las fuentes suelen ser amigos o amigas, que previamente han jurado con escupitajo en palmada que no dirían nada. Los signos externos apuntaban a que no se drogaba, y la charla de los condones y de los embarazos ya la había tenido. No recordaba, pero creía que si, había ejecutado el rito iniciático según el cual el padre le entrega la caja de condones al hijo. ¿Cómo sería ese rito entre madre e hija? ¿Existiría? ¿Le entregaría una caja de píldoras del día después? «Cómo puedes ser tan bruto», se autoregañó.

«¡Pa-piiiiiiiii!»

«Voy voy voy….» La hija pequeña tenía pipí.