Instantes

Lo que viene a continuación es el intento de escribir un relato largo, novela o como se quiera llamar. Veremos en qué queda…

Estaba apurando el café, de hecho ya lo había terminado, mientras escuchaba en la radio cómo trataban la noticia acontecida esa semana del asesinato de los periodistas españoles en Burkina Faso. El locutor hizo una introducción para justificar el enfoque que le iba a dar a la noticia, preocupado más de cómo lo hacían los otros medios que de entrar al detalle.

A J le recordó a un fotógrafo en los albores de la fotografía que colocaba correctamente al grupo de personas que iba a retratar. Ajustaba mejillas, retiraba pelos ensortijados de rostros tersos y sonrientes, avisaba a todo el mundo que no se moviese para echarse a correr y ocultarse por un momento en las faldas de un extraño dragón de tres patas que echaba un fogonazo, no se sabe bien si de azufre.

Así estaba el locutor, narrando, como no podía ser de otra forma habida cuenta del medio en el que se expresaba, el encuadre, el ángulo, explicando por qué tiraba desde allí y no desde allá la foto, por qué había elegido al modelo a ser retratado, por qué había escogido una lente y un filtro y no otro, como hubiera hecho la competencia.

También le recordaba a su hermano Jo, que muchas veces cuando le iba a contar algo que había hecho o planeaba hacer, interrumpía su narración para hacer un interludio denostando lo que otros hacen o harían en esa situación, que difería notablemente de como él, Jo, iba a hacer las cosas.

J seguía pensando que en la vida había dos tipos de personas, los actores y los búhos. Los primeros viven la vida, los segundos la observan, sin perder detalle, sin darse cuenta que mientras tanto la vida pasa, y no vuelve. No ofrece segundas oportunidades para tomar la decisión correcta, mejor dicho, para hacer algo, en lugar de no hacer nada.

J se había sentido durante mucho tiempo un búho, y solo en momentos contados de su vida sentía que la había vivido, que había hecho algo distinto a dejar pasar el tiempo.

Aquél análisis probablemente no era justo. J podía tener muchos defectos, pero si nos ciñéramos a su definición de búho él no lo había sido. Tendía a importarle más bien poco la vida de los demás, y no empleaba demasiado tiempo en primero narrar lo que cualquier otro hubiera hecho para describir, con menos pasión y lujo de detalles, lo que uno se iba a disponer a hacer.

-50 euros por artículo les pagaban – le dice M al entrar en el salón a recoger lo que quedaba del desayuno- Me parece terrible.

-Si, lo había leído en algún sitio – contestó J.

50 euros… No estaba especialmente sensible a la tragedia ajena ese día, sus pensamientos discurrieron por otros derroteros. Se acordaba de una de sus profesiones frustradas, la de periodista.

De hecho la única vocación frustrada que tenía era la de ser escritor, lo del periodismo era otra cosa. Junto con E y CE siguió un camino parecido. Todos querían ser periodistas, pero la nota no les daba, así que tuvieron que conformarse con estudiar psicología. Más adelante E y CE lo consiguieron, y actualmente son periodistas, han cumplido su sueño. En cambio J no, pero eso no significa que no haya cumplido su sueño. La sensación que tiene es la de haber cambiado de sueño, o mejor dicho, quizá nunca había tenido ese sueño, era solo aquél tipo de cosas que uno hace cuando es joven, dejarse llevar.

Todavía recuerda, preguntándose cómo podía ser tan gilipollas, de los fines de semana que iba a la discoteca Desenfreno, donde ponían máquina, lo que en otras partes de España se denominó bakalao. La gracia consistía en falsificar el sello que le colocaban a las personas que salían de la discoteca, para poder entrar sin pagar las mil pesetas de la época que si tenía era por los pelos y prefería gastarse en otra cosa.

Una vez dentro daba dos vueltas, subía y bajaba un par de veces las escaleras, en mitad de ese estruendo y de las caras desencajadas del personal, y se iba, muchas veces sin ni siquiera despedirse de N o M, sus amigos de aquella época. Bueno, amigos por llamarlo de algún modo. No eran ni mucho menos malas personas, pero son ese tipo de personas con las que compartes aficiones, en este caso el baloncesto y los sábados por la noche, y que un buen día desaparecen, sin saber uno muy bien por qué.

Miedo, eso es lo que sintió J el día que uno de esos enormes porteros le cogió la muñeca, observó el sello y le dijo con sorna al compañero:

-Mira, ha pecado.

Afortunadamente no pasó nada grave. Le dejaron ir sin darle una paliza. Casi agradecido.

Qué tiempos aquellos. ¿Por qué hacía esas cosas? Iba todavía al instituto, debía de detener 17 o 18 años, y era las primeras veces que salía por las noches. En Mataró había en aquel momento una gran marcha. Miles de personas, le viene a la mente la cifra de 20.000 personas, venían todos los fines de semana a las discotecas de Mataró, ubicadas en naves industriales reconvertidas en lugares de ocio.

De hecho el solar que estaba enfrente de la discoteca a la que solían ir era el que había sido una vez la fábrica donde había trabajado el padre de J. No estaba del todo seguro, pues la única vez que recuerda haber ido a la fábrica era muy pequeño, y un trayecto de algunos minutos en coche podía transformarse fácilmente en un viaje a otro país.

Lo que recuerda con amargura J fue el proceso del cierre de la fábrica, y cómo afectó a su padre. No estuvo cargado de épica, de hecho solo conoce por encima los detalles, nunca quiso hurgar en la herida. Lo que recuerda es que en un momento dado parece ser que los dueños de la fábrica se esfumaron. Se dedicaban a hacer piezas de metal, “la fundición” es como la llamaba su padre. Curiosamente lo que sucedió a continuación fue una suerte de autogestión empresarial, donde el padre de J incluso fue ascendido a “encargado”, la cima de la carrera profesional de los nacidos en la postguerra y emigrados, sin estudios, a la ciudad. Y aquello no acabó bien.

No se sabe muy bien qué sucedió con la fábrica, si se vendió y algo le dieron a cada trabajador. Lo cierto es que su padre perdió el empleo y ahora hay un solar. Y eso es lo que dejó en la vida de la familia y en la autoestima de ese cabeza de familia, un gran vacío.

J recuerda cómo se invirtieron los roles. El padre haciendo las tareas de casa y la madre saliendo fuera a trabajar. De hecho si nos paramos a analizar lo ocurrido es algo realmente adelantado a su época, y demuestra la grandeza de ambos progenitores, auténticos héroes de barrio.

Por un lado la experiencia de “recuperar una fábrica”, que sería popularizada años atrás en Argentina tras la debacle económica pre y post corralito es algo realmente extraordinario. Extraordinario por lo poco ordinario de lo mismo. De hecho haciendo cuentas es probable que la crisis ocurriera más o menos a la par en ambos mundos, separados por miles de kilómetros y unidos por un mismo idioma, alrededor del cambio de milenio.

Por otro lado la capacidad de asumir una nueva realidad, por ambas partes, donde el hombre, que se supone que debería traer el dinero a casa, y la madre, que se supone debía encargarse de los hijos y de la casa, cambian por completo. Y J, que en aquél momento todavía vivía en casa con sus padres y su hermano Jo, no recuerda una voz más alta que la otra.

Lo que si recuerda es la amargura de su padre al reconocer que ese período de gestión de los trabajadores fue un desastres. J no tiene idea de cómo acabó aquello, ni de si las envidias, como señalaba su padre, fue el origen de las disputas. Lo poco que recuerda de aquella época es el “si para cobrar uno un poco más de encargado va a ser un problema, mejor dejarlo” de su padre.

Y por otro lado estaba su madre. Ni corta ni perezosa encontró una casa para limpiar y allí que fue. De hecho no había dejado de trabajar toda su vida, la única diferencia es que ahora iba a cobrar por hacerlo.

Su padre no volvería a trabajar nunca más, en el sentido de tener un sueldo. Más adelante consiguió una “enfermedad larga” como se llamaba en el barrio a esos acuerdos y una paga hasta el resto de sus días, que lamentablemente no fueron muchos, pues un cáncer segó demasiado pronto su más o menos plácida vida de hombre jubilado.

Continuará.