Estoy leyendo el libro The europeans, de Orlando Figes, y se confirma: me fascina el siglo XIX. Me fascina aunque probablemente hubiera sido un castigo vivirlo, porque por cálculo de probabilidad hubiera sido uno de esos personajes que describió Dickens, con la cara tiznada de hollín, que trabajaba 16 horas al día y que no hubiera llegado a la edad que yo tengo ahora. Pero lo que me atrae es la capacidad que tuvo la clase obrera en ese momento de cambiar las cosas. De hecho había muchas monedas que todavía estaban bailando en la mesa, y que podían haber caído del lado opuesto a la cruz.
Recuerdo en una clase de historia a un profesor que recordaba que en las revoluciones que se dieron por doquier ese siglo en toda Europa, por ejemplo las de 1848, y que Victor Hugo y otros tantos autores retrataron en sus obras, la policía y el ejército contaba con medios similares a la muchedumbre, al proletariado. La correlación de fuerzas era pareja, cualquier cosa podría haber sucedido. Había una posibilidad real de cambiar las cosas en un sentido o en otro. Hoy en cambio las cosas son distintas. Sin duda vivimos mejor, más años, mejor alimentados, sabemos leer y escribir, y si tenemos suerte de nacer en determinadas zonas geográficas, nos espera una vida más o menos alejada del frío, el hambre y las guerras. Todavía recuerdo volver a mi confortable piso del Eixample después de ir a una manifestación en la que estoy seguro había más policía que manifestantes. De camino a casa conté no menos de dos o tres manzanas del Eixample (de unos 200 metros de lado) con una lechera detrás de la otra. Y para colmo de despropósitos la policía, muy educadamente y con un equipo de sonido que para sí quisiera más de un grupo punk, advirtiendo amablemente que hiciéramos el favor de no okupar la calzada de Gran de Gràcia o se verían obligados a sacar las porras a pasear.
La tesis central del libro es que el ferrocarril facilitó el intercambio de las distintas manifestaciones culturales de la época, como la ópera, la escritura, la pintura o la escultura, y que ayudó a conformar un estilo cultural propio, más o menos homogéneo, que en última instancia cristaliza en lo que conocemos como Europa. Todavía me quedan muchas páginas por leer, pero es muy interesante como el autor se detiene en aspectos que pueden parecer mundanos y hasta prosaicos, como la cantidad que pedía una primadonna como Pauline Viardot, o los distintos modelos de negocio que surgieron a lo largo del siglo XIX a medida que las distintas tecnologías iban apareciendo. Un ejemplo de ello era como antes del ferrocarril el formato y la cantidad de óperas que se representaban cambió drásticamente, al poder mover intérpretes y vestuario de un lugar a otro con cierta rapidez. O como se las ingeniaban autores y editores para combatir la piratería, que en aquella época ya existía, y de qué manera los distintos países fueron creando legislación que protegía la propiedad intelectual.
El libro menciona una gran cantidad de autores, la mayoría de ellos muy conocidos, y que voy anotando para poder leer sus obras seguramente intercalando su lectura con The europeans. Uno de los libros, un microrelato, que sin duda recomiendo y que he leí ayer es El capote, de Gógol. Desconocía la enorme influencia que tuvo en su época, por lo que me decidía a leerlo y la verdad es que lo recomiendo. Sin entran en detalles solo diré, para quien no conozca la obra, que narra, como no podía ser de otra forma, la miserable vida de los rusos de la época en general, y de los servidores públicos en particular. Es muy curioso ver como novelistas rusos del XIX describen dos oficios que en la actualidad son bien distintos: funcionarios por un lado y soldados por otro.
Otra cosa que me sorprende es recordad que muchas de las grandes novelas que en el mundo han sido se han publicado por entregas en periódicos o revistas. Es algo que ahora me cuesta imaginar, aunque igual se sigue haciendo en algún medio, vaya usted a saber. Así a bote pronto lo único que recuerdo es algo parecido a un cuento publicado por entregas durante los veranos en El País. De hecho me imagino ver publicado algún día esta colección de piezas en formato libro, y no a la inversa. Es decir, el libro como objeto físico, como ya he dicho en alguna ocasión, le produce a este servidor de ustedes un gustirrinín y un placer que no encuentra pasando las hojas de un periódico, que siempre me ha parecido un auténtico coñazo, o pasando páginas de un lector de libros electrónicos.
Las vidas miserables de muchos de los artistas que ahora veneramos son toda una paradoja, pero era algo frecuente en aquella época. De hecho, si se me permite la casi grosera digresión, anoche estuve viendo miserias más contemporáneas, de la mano de Callejeros, vaya usted a saber de qué año, pero me temo que no importa demasiado, porque la miseria es miseria. Se trataba del barrio cordobés de Los Vikingos. Terrible. Si no fuera por lo indignante que resulta ver cómo es posible que se creen esos ghettos es casi caricaturesco ver cómo absolutamente todos los tópicos respecto a la marginalidad y la pobreza en entornos urbanos se dan. Y me imagino que otro tanto pasará en otros territorios, cada uno con sus propias características. Supongo que lo que uno percibe como lejano le atrae, lo mitifica, y la miseria que tiene a mano le espanta. No deja de ser la reacción de algunos burgueses de la época, ante las condiciones de vida de sus congéneres.
Otra de las cosas alrededor de las cuales gravita el libro y que siempre me han atraído es Rusia, y el hecho de que hasta la segunda mitad del siglo XIX no se aboliera legalmente la servitud. Y es curioso como Turgenev, uno de los protagonistas del libro, y de gran trascendencia como correa de transmisión de la cultura del este y del oeste del continente, pudo contribuir al fin del esclavismo en la rusia zarista, y cómo su obra coincide en el tiempo con la de La cabaña del tío Tom, que otro tanto hizo en la antípodas americanas. Al final son realidades que al menos en mi magín veo a una gran distancia, pero que en realidad reflejan, con todas las diferencias que se quiera, una realidad que es el esclavismo.
Narra el libro la anécdota de una persona que reconoce a Tugenev y se echa a sus pies para agradecerle su libertad, lo que ha contribuido su obra al fin de la servitud. Eran otros tiempos. Otra cosa que me hace pensar en el enorme impacto que ciertas personas tenían en esa época, y que igual en la actual se ha diluido. Salvando las diferencias un libro, como Sketches from a hunter’s album, pudo influir en dar a conocer las condiciones en las que vivían los campesinos rusos, para que el tirano de turno, Alejandro II, decidiera abolir la servitud. Pasado más de un siglo, Quintà publica un artículo sobre Banca Catalana que puso en jaque el poder político de una incipiente autonomía como Catalunya, construyendo su particular imperio con Pujol a la cabeza. No me imagino que nadie tenga tal poder ahora. Para bien o para mal el juego está más repartido, y aunque siguen existiendo grandes medios de comunicación y hay algo nuevo sobre el horizonte, las redes sociales, creo que solo una acción coordinada y a gran escala puede tener una influencia similar.